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14 de Enero de 2013

Hacia un Parlamento en La Araucanía


Han trascurrido varios días del atentado que costó la vida al matrimonio Luchsinger Mckay, el que conmocionara a la comunidad regional y al país. Persisten en la Araucanía y regiones aledañas que conforman el territorio ancestral mapuche hechos de violencia física, manifestados en atentados a predios y a una escuela, así como en los allanamientos de comunidades mapuche, detenciones y golpizas en contra de sus integrantes por parte de agentes policiales del Estado. Junto con ello, se han incrementado las situaciones de violencia simbólica, manifestada en las expresiones de dirigentes regionales, e incluso personeros de gobierno, que directa o indirectamente promueven la justicia por vías directas extra institucionales.

No obstante lo anterior, ha ido surgiendo un consenso mayoritario en torno a los hechos ocurridos, a sus raíces históricas, así como en relación a los posibles caminos para la superación de la conflictividad hoy existente en la Araucanía.

El primer consenso dice relación a la condena de la violencia como forma de abordar el conflicto interétnico que afecta a mapuche y chilenos, en particular cuando éste tiene como resultado la pérdida de vidas humanas, como ocurriera ahora en el caso del matrimonio Luchsinger Mckay, así como en el pasado ocurriera en, entre otros casos, los de Alex Lemun, Matías Catrileo, y Jaime Mendoza Collio, quienes también murieron, en hechos de violencia ejercida desde el Estado por la policía de carabineros.

Dicha condena ha provenido no solo desde sectores mayoritarios de la sociedad chilena, sino también de la gran mayoría de los líderes y voceros del pueblo mapuche. No existe, hasta donde se sepa, reivindicación pública del atentado que causara la muerte del matrimonio de agricultores, como una acción válida y conducente. Así el vocero del Consejo de Todas las Tierras, Aucan Huilcaman, ha señalado que “Estamos convencidos que esta situación de conflictividad y violencia no puede continuar… Queremos paz firme y duradera.” El intelectual mapuche, José Mariman (junto al historiador Esteban Valenzuela), ha sido aún más enfático al afirmar que “…a aquellos que ven en la violencia la solución a los problemas, [les recordamos] que no estamos de acuerdo con su premisa”.

Contrariamente a lo sostenido por algunas autoridades –y sus seguidores- que ven en el pueblo mapuche y sus aliados a “enemigos poderosos”, hay una reflexión crítica y autocrítica desde el movimiento mapuche sobre las implicancias adversas del uso de la violencia como mecanismo para el logro de sus demandas, por legítimas que éstas sean, así como para el logro de una convivencia interétnica más justa en la Araucanía y el país. Paradojalmente, es en los sectores conservadores que califican a los mapuche como extremistas y terroristas, en los que se sigue percibiendo un discurso de violencia. Ello se expresa en la retórica de la mano dura, en la aplicación de la ley antiterrorista, en la tolerancia al abuso policial, e incluso en la legitimación del uso de armas en “autodefensa” frente al accionar del mundo mapuche. Se trata, como sabemos, de un discurso que en nada contribuye a la anhelada paz social y que viene a alimentar una espiral de violencia que en días pasados vuelve a cobrar víctimas fatales. Se debe destacar, como una excepción en este sentido, el lucido análisis del diputado Arenas, quien llama a “matar la ilusión de los agricultores y de parte importante del país que creen que la violencia en la Araucanía se soluciona únicamente ‘con mano dura’”.

El segundo consenso que en estos días ha emergido en sectores mayoritarios de la sociedad chilena, y por cierto del pueblo mapuche, es en torno a las causas del conflicto interétnico y de la violencia que afecta a la Araucanía. Casi todos los análisis hechos sobre la materia han sido coincidentes en señalar que éstos tienen raíces muy antiguas y profundas, que al Estado cabe gran responsabilidad en su generación, y que de no abordarse teniendo ello presente, será muy difícil que se logre superar la conflictividad y violencia.

En dichos análisis se ha identificado entre las causas más profundas del malestar mapuche y de la conflictividad en el sur del país, el modo –a sangre y fuego- en que el Estado se estableció en la Araucanía, el desposeimiento de las tierras de los mapuche –las que les habían sido respetadas por los gobiernos coloniales hispanos- y la incapacidad del Estado para reconocer las formas de organización y gobierno propio de este pueblo, al cual, como sabemos, se impusieron las leyes y autoridades chilenas sin contemplación alguna. No son pocos quienes en estos días que se han referido al informe de la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato (CVHNT), conformada por el gobierno de Lagos hace tan solo una década, entre cuyas conclusiones se señalaba:

“Durante quince años se produce un período de mucha violencia. Desde 1866 hasta la fundación de Temuco y el ataque que todas las agrupaciones mapuches hicieran el 5 de noviembre de ese año al fuerte allí establecido, fue un período de continua guerra. Como en todas las guerras hubo mucho sufrimiento y muchos desplazados.” (Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, 2003: 389). La misma Comisión agregaba: “La radicación realizada por el Estado fue un hecho extraordinariamente conflictivo que contribuyó, además, a crear un conflicto que no se ha concluido después de casi un siglo.” (Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, 2003: 390).

Lamentablemente, las distintas recomendaciones formuladas por esta Comisión para abordar los problemas en él identificados, las que incluían desde procedimientos para la restitución de tierras de propiedad legal y ancestral mapuche, el reconocimiento a éste y a otros pueblos indígenas de derechos sobre sus recursos naturales, así como de derechos políticos de participación en el Estado y de autonomía -las que se basan en directrices del derecho internacional aplicable a los pueblos indígenas-, nunca fueron implementadas desde el Estado. Ello, hay que señalarlo categóricamente, no es solo responsabilidad del gobierno actual, sino también de los que le antecedieron en el poder.

Tal como señalaron en días pasados los obispos católicos, se debe condenar no solo la violencia de ayer y de hoy, sino también “del mismo modo la injusticia que está en la raíz de este histórico conflicto.”

Es efectivo que los sectores más conservadores del país no comparten, al menos en forma explícita, este diagnóstico. Sin embargo, ¿a qué se refería el Presidente Piñera cuando en el contexto del bicentenario reconociera la deuda que Chile tiene con los pueblos originarios al afirmar que “…no podemos dejar de reconocer que durante décadas y quizás siglos los chilenos hemos negado a nuestras comunidades de pueblos originarios las oportunidades necesarias para su plena integración a nuestra república”?

¿A qué se refiere Germán Luchsinger, cuando luego de los trágicos sucesos de Vilcún señala en entrevista a El Mercurio: “Este es un problema del Estado, no es un problema de nuestra familia”?

Estas afirmaciones dan cuenta, aunque sea de manera fragmentaria, que el gobierno actual, e incluso los agricultores de la Araucanía, están conscientes de que la superación de la conflictividad interétnica requiere de una acción decidida del Estado, la que va mucho más allá de los subsidios y los programas asistenciales hasta ahora impulsados hacia el pueblo mapuche, incluyendo por cierto, aquellos promovidos en el pasado por los gobiernos de la Concertación.

Junto al rechazo a esta violencia otro consenso que emerge, con más fuerza que nunca, es el de la identificación del diálogo como el único camino posible para abordar la crítica coyuntura actual. Solo el diálogo intercultural de buena fe entre el pueblo mapuche, el Estado y la sociedad chilena será capaz de revertir la espiral de violencia que hoy se vive en la Araucanía. Resulta paradojal, nuevamente, que la señal más potente en este sentido no venga desde el gobierno, que tiene que velar por el bien común y garantizar la paz social, menos aún de los gremios, sino que por el contrario, que provenga de aquellos a quienes se acusa de intransigentes y violentistas. En efecto, una coalición amplia de líderes políticos, territoriales y tradicionales mapuche han hecho en días pasados un llamado a los órganos del Estado, y a las organizaciones de la sociedad civil, a participar de una cumbre a realizarse en el cerro Ñielol de Temuco el día 16 de enero, ello con el propósito de abordar la crítica situación actual y generar las bases de una “nueva relación” con el Estado chileno.

Tal como lo señalaran las organizaciones convocantes a esta instancia, el diálogo para los mapuche no es nuevo, sino que ha sido la forma histórica en que se han relacionado con el otro. En efecto, fueron los parlamentos propios de la tradición mapuche, los que permitieron establecer una convivencia de paz y respeto recíproco entre este pueblo y los españoles por más dos siglos. La misma modalidad de relacionamiento fue aceptada y practicada por el Estado chileno durante la primera mitad del siglo XIX, hasta que éste decidiera cambiar su estrategia de paz para ocupar militarmente la Araucanía. Sin los parlamentos, considerados por instancias de la ONU (Relator Especial Martínez, 1999) como tratados entre naciones soberanas con implicancias legales aún vigentes, la historia colonial y republicana sería muy distinta. La relevancia que éstos tuvieron para el logro de una convivencia mayoritariamente pacífica ha sido subrayada por respetados juristas e historiadores (Alamiro de Avila Martel,1973: Jorge Pinto, 2000)

No es casualidad entonces que los convocantes a esta cumbre hagan alusión expresa a los parlamentos, retomando esta tradición histórica mapuche, y aspirando a que ella se realice sobre la base del principio de buena fe que los orientó en el pasado, hoy reafirmada como fundamento indispensable del derecho de consulta de los pueblos indígenas por el Convenio 169 de la OIT, ratificado por el Estado chileno.

En la invitación a esta cumbre las organizaciones convocantes sostienen que “los mapuche no vamos a abandonar el diálogo”, agregando “…no podemos pasar 130 años sin poder ponernos de acuerdo … tenemos una responsabilidad recíproca”. Es un mensaje muy potente que pensamos el Estado chileno no puede desoír. Lamentablemente las señas que da el ejecutivo, al anunciar a través de su vocera de gobierno que sus representantes no asistirán a la cumbre dado que el diálogo se estaría dando en otras instancias, haciendo alusión al proceso que se verifica con comunidades legales mapuche de Ercilla en la Araucanía, son muy negativas. Tampoco nos parece constructiva la señal que da el Senado, cuyo Presidente Camilo Escalona convocara para el mismo día de esta importante cumbre la realización de una sesión especial para conocer de la situación que afecta a la Araucanía, sin, además, invitar a ella a representantes del pueblo mapuche.

Son señas que dan cuenta de la incapacidad del Estado de entender y respetar al otro, en este caso, al pueblo mapuche, actitud indispensable para revertir y superar los conflictos históricos y las situaciones de violencia interétnica que tanto dolor siguen provocando en esta parte del país. Es de esperar que las autoridades de Estado invitadas a este trascendental parlamento reconsideren su actitud inicial frente a esta invitación y asistan a él, dando muestras de su disposición a avanzar hacia el establecimiento, a través del diálogo, de una nueva etapa en la relación con el mundo mapuche. ¿Cuántos episodios trágicos como la muerte del matrimonio Luchsinger Mckay, o el asesinato del niño Alex Lemun se necesitan para que desde el Estado y la sociedad chilena entendamos, como parece haberlo entendido hoy el pueblo mapuche, que el diálogo (parlamento) de buena fe sobre las raíces del conflicto y sobre nuevas formas de relación entre pueblos diferentes que comparten un mismo territorio, es el único camino posible?

Por José Aylwin, Co Director Observatorio Ciudadano, profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Austral de Chile.

Fuente:
http://www.observatorio.cl/node/8234

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